No, definitivamente no es París, ni estamos en 1957 y no, no somos Malle, ni Miles, ni claramente Jeanne Moreau. Alguien vislumbró una forma de acercamiento entre artes hace muchos años, una vía extradiegética entre cine y banda sonora, entre cine y música, y de ese vislumbre surgió una banda sonora de jazz en blanco y negro mítica.
Ascensor para el cadalso: casi una cita a ciegas, casi setenta años después, trata de explorar de
manera análoga la interrelación entre texto y música, palabra y voces, poesía y sonidos. Con unos meros esbozos de antemano, con unas líneas argumentales escasas en acordes, cuatro intérpretes musicales y vocales se sumergen en el desarrollo de unos poemas, unas piezas cuya lectura es abordada al unísono, disruptivamente, a coro, percutidas, distorsionadas, todo con un final: alcanzar al esquivo niño, la irreverencia y la irrelevancia, el acercamiento desde el intestino, el exilio del superyó. O, simplemente, la belleza y su grandilocuencia.
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